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Françoise Gilot, única mujer que no solo vivió en la sombra de Picasso.

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Salió de ella —y entró en su propia y brillante luz.

París, 1943. La ciudad aún temblaba bajo el peso de la guerra, con sus cafés semivacíos y sus luces tenues. Y en una de esas habitaciones veladas por el humo, Françoise Gilot, de 21 años, conoció a un hombre que cambiaría —y casi consumiría— su vida. Pablo Picasso tenía entonces 61, ya era una leyenda, y ya resultaba peligroso, como solo pueden serlo los grandes hombres con un poder absoluto.

La miró y le dijo: «Eres muy joven. Podría ser tu padre».
Ella sostuvo su mirada, sin pestañear. «No es usted mi padre», respondió. Así era Françoise: acero envuelto en gracia.

Él era el sol del mundo del arte, y durante diez años ella giró a su alrededor —pintando, amando, resistiendo—. Su amor fue brillante, caótico, embriagador. Él la dibujó cientos de veces, afirmando que la inmortalizaba. Pero con cada trazo, también intentaba poseerla. La llamaba «la mujer que veía demasiado».
«Lo amé», admitió ella una vez, «pero también vi la trampa».

A principios de los años cincuenta, la luz comenzó a apagarse. El gran Picasso —que solía decir que las mujeres eran «máquinas de sufrir»— se volvió cruel. Exigía adoración, no amor. Cada discusión se convertía en una tormenta. Cada silencio, en una herida. «Quería ser a la vez Dios y el niño», recordaba Gilot. «Y no quedaba espacio para nadie más en ese universo».

Una mañana de 1953, tras otra noche de gritos y lágrimas, Françoise se miró en el espejo de su villa en Vallauris. Solo tenía treinta y dos años, y sin embargo, su reflejo le pareció de una antigüedad secular. Detrás de ella, los lienzos de Picasso la observaban como ojos vigilantes. Por primera vez, no vio su sombra: se vio a sí misma.

Se volvió hacia él y dijo con serenidad: «Me voy».
Picasso soltó una risa fría, incrédula. «No puedes dejarme. Nadie abandona a Picasso».

Pero lo hizo. Salió de allí sin drama, sin lágrimas, con la fuerza serena de una mujer reclamando su alma. Tiempo después, recordaría aquel día no como un final, sino como un comienzo. «No era una prisionera», afirmó. «Vine porque quise… y me fui cuando quise».

Él intentó destruirla por ello. Llamó a galerías y les dijo que nunca exhibieran su obra. «A la gente nunca le importarás», le espetó. «Solo les importará que una vez me conociste».

Pero Françoise se negó a desaparecer. En 1964, publicó Vida con Picasso —un libro que despojó al mito de su aura y narró su verdad con claridad y elegancia—. La crítica lo tachó de escandaloso. Picasso lo llamó traición. Ella lo llamó libertad.
Y la libertad se convirtió en su obra maestra.

Años después, volvería a enamorarse —del Dr. Jonas Salk, el hombre que erradicó la polio—. «Picasso quería poseer el mundo», comentó ella en voz baja, «Jonas quería salvarlo».

Con el tiempo, el mundo comprendió lo que Picasso nunca logró ver: que Françoise Gilot no era una musa. Era una artista. Sus lienzos estallaban en color y fuerza —autorretratos que hablaban de supervivencia, resiliencia y renacimiento—. Sus obras cuelgan hoy en el Met, el MoMA y el Centre Pompidou: testimonios silenciosos de una mujer que se negó a ser definida por nadie más que por ella misma.

Cuando, ya mayor, le preguntaron cómo había reunido el valor para marcharse, sonrió y respondió: «Porque la libertad es el único amor que merece la pena conservar».

Picasso pintó su rostro cientos de veces. Pero ella —ella pintó su propio destino.

Y así, Françoise Gilot se convirtió en la única mujer que no solo vivió en la sombra de Picasso.
Salió de ella —y entró en su propia y brillante luz.